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Detener el tiempo

Detener el tiempo

   Entonces la lluvia, que machaconamente golpea el asfalto, me incita a la felicidad de saberme vivo y acodado en una mesita redonda y férrea de cafetería como las de antes, donde la gente se sentaba a echar la tarde, a escribir, a leer o a contemplarse el ombligo, ante un café bien tirado.  Llueve violentamente y sin parar, como toda la vida que dijo el del premio, el de la mazurca para dos muertos, cona, qué arranques tenía este hombre, elefante literario, ese hombre comía palabras y metáforas. Entonces estoy allí, viendo llover como Isabel en Macondo, a través del cristal, empercudido por un infame rótulo que corta la calle y la lluvia en porciones. Pero el nombre es bonito: "El Celler de Lliris".

 Son la cuatro de la tarde, una hora menos para Lorca y llueve de tal modo que el agua desmenuza el tiempo, y vierte trapos grises sobre la calle. Son las cuatro de la tarde, hora propicia para reposar la cabeza sobre el silencio y escuchar la lluvia que es como un Satie que golperara el piano con los dedos húmedos de bourbon.

Las cuatro de la tarde. La inminencia  del atardecer y de la noche en la que ahora vivo me hacen ser precavido, y meterme hasta los codos en ese momento en el que rozo la cordura, porque no hay mejor bálsamo para el alma, que una tarde de lluvia en la que detienes el tiempo.

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